En un pueblo desplomado entre los Cárpatos rumanos, la leyenda de Madame Durova se arrastra como una niebla antigua. Su casa, pegada al bosque, parece haberse quedado dormida apoyada en sí misma. Nadie recuerda cuándo llegó; solo que siempre estuvo. Decían que sus ojos no concordaban: uno azul pálido y helado, el otro rojo como una gema sangrante. Los niños se desafiaban a llamar a su puerta y nadie lo hacía.
Odeta Rose llegó un otoño desde la ciudad en busca de relatos auténticos. Era antropóloga y necesitaba la verdad que vive en las grietas de los cuentos. Habló con los aldeanos y notó miedo en sus rostros. Una anciana la advirtió que no todo lo narrado era cuento, que algunos relatos son bendiciones y otros maldiciones. Odeta, curiosa y cauta a la vez, decidió subir la colina hasta la casa desvencijada.
La atmósfera cambió al acercarse: las ramas se apartaron, los pájaros se hicieron silencio. Tocó la puerta y un resquicio se abrió dejando entrar una bocanada fría con olor a lavanda y a algo más antiguo. La dueña de la casa habló con voz deslizada por años y tiempo: dijo que ciertas historias no quieren ser encontradas. Odeta respondió que las historias buscan quien las cuente. No hubo voces entre comillas, solo el intercambio tácito entre la buscadora y la guardiana de secretos.
Madame Durova relató la historia de un espejo escondido bajo las tablas de un monasterio negro. No era un espejo que devolviera la habitación, sino una otra realidad donde se incuban los miedos. Quien mira allí ve una versión de sí mismo cuyos ojos no le pertenecen. La advertencia fue literal y simbólica: hay verdades que, una vez vistas, atraviesan el cristal y pisan el mundo habitual.
Odeta despertó aquella mañana junto al camino, su libreta llena de tinta corrida sin palabras legibles. Los aldeanos la miraron y comprendieron: un ojo azul, otro rojo. Volvió a la ciudad, pero las noches la traicionaron con la misma visión repetida, un rostro de espejo que sonreía más de lo humano. Regresó al pueblo, más débil pero determinada, y con la ayuda de la gente local desenterró las ruinas del monasterio. El espejo, cuando emergió, no reflejaba piedra sino un agua lúgubre y extraña. La versión del otro lado empujó y la superficie onduló como si fuera un portal. Después, Odeta desapareció. Solo alguien que caminaba descalzo fue visto más tarde por las carreteras, murmurando en lenguas mezcladas, con ojos que ya no parpadeaban de forma humana.
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