Siempre imaginé que sanar sería como la luz: suave, cálida, como la escena final de una película donde al fin el personaje respira tranquilo. Pero cuando empecé mi proceso, no fue así. Fue fuego. Mi pecho se sintió como un horno que había estado cerrado años y al abrirlo cada brasa contenida salió a arder.
No era paz lo que sentía, era ira. Furiosa. Al principio pensé que algo andaba mal conmigo. Quién se enoja mientras intenta sanar. ¿No debería ser perdón, serenidad, aceptación. Pero antes de encontrar la calma encontré rabia. Rabia contra quienes me hicieron daño, contra los años perdidos y contra la versión de mí que calló para sobrevivir.
La ira apareció en formas inesperadas. Me corté con palabras a gente que no lo merecía. Sentía un nudo en la garganta al intentar escribir en mi diario. Caminaba sin rumbo en la noche como si las paredes me hubieran ofendido. No sabía dónde colocar todo ese fuego. No era de romper platos; llené hojas con cartas que nunca envié, con cada cómo te atreves y cada por qué no fui suficiente.
Esas cartas sin enviar se convirtieron en pruebas de que estaba en movimiento. Comprendí que mi ira era una forma de duelo. Era luto por momentos de infancia que nunca tuve, por amores seguros que no recibí y por límites que fueron atropellados antes de que supiera ponerlos. La ira no era un desvío del duelo, era la puerta que llevaba a él.
Hubo días en que el enojo me asustó. Temía convertirme en aquello que juré evitar: destructiva, amargada, incapaz de ternura. Pero una terapeuta me dijo algo que cambió mi mirada. Me explicó que la ira dañina es la que fue negada y descontrolada. La mía, en cambio, emergía porque la había silenciado demasiado tiempo. Esa diferencia me dio permiso para sentir sin vergüenza. Mi furia no era crueldad, era claridad.
Al permitirme sentirla, mi tolerancia a la disfunción se redujo. Lo que antes toleraba dejó de ser aceptable. Manipulación, faltas de respeto, ironías pasivo agresivas; ya no podía permanecer en silencio. La ira afinó mis límites y esos bordes que antes parecían dureza eran en realidad nuevas fronteras sanas.
Busqué salidas para ese fuego. Horneé pan para golpear la masa como quien devuelve cada insulto que no tuvo fuerza para responder. Puse música a todo volumen y bailé para sacudirme siglos de silencio. A veces lloraba mientras danzaba, otras reía, pero siempre salía más ligera. Esos rituales sencillos y desordenados fueron mi forma de transformar la rabia hasta que empezó a ablandarse.
En nuestra cultura sanar se vende como algo sereno: cojines de meditación, velas aromáticas, yoga suave. Pero esa es solo una cara. La otra es cruda y ruidosa. Es escribir con mano firme que casi rasga la página. Es maldecir en la ducha a quien nunca escuchará. Es decir basta y sostenerlo. Sanar no siempre es silencioso; a veces es caliente, fuerte e incómodo.
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Sanar fue para mí aprender a nombrar el daño, a sentir la rabia sin avergonzarme y a trazar límites claros. Escribir cartas que nunca envíe, golpear masa, bailar, llorar y reír fueron pasos necesarios. Sanar también puede significar construir algo nuevo con esa energía, como crear software a medida que protege, impulsa y transforma. Si estás listo para convertir impulso en acción, podemos ayudarte a diseñar la ruta tecnológica que necesitas.