Cuando más de 360 profesores judíos de la Universidad de California Los Ángeles UCLA firmaron una carta contra la administración Trump, se desató una crisis que tocó la libertad religiosa, la libertad académica y el debate político en todo Estados Unidos.
La carta dejó al descubierto lo que muchos consideran un uso instrumental de los asuntos religiosos con fines partidistas. El gobierno federal impuso una multa de $1 000 000 000 a UCLA y congeló $584 000 000 en fondos de investigación bajo la acusación de antisemitismo, en una medida que críticos califican como un golpe de precisión dirigido a un sistema universitario público de liderazgo en un estado identificado con el Partido Demócrata.
La sanción resulta desproporcionada frente a las multas a universidades privadas y supera incluso otros castigos recientes, lo que sugiere un claro efecto disuasorio. Académicos y firmantes advirtieron que las medidas punitivas no resolverán el antisemitismo y que, por el contrario, dañarán el ecosistema de investigación.
Las consecuencias prácticas son graves: laboratorios cerrados, ensayos clínicos paralizados y proyectos de vanguardia en oncología e inteligencia artificial comprometidos. Además, la congelación de fondos amenaza la continuidad académica de estudiantes de bajos recursos que dependen de ayudas federales. Al mismo tiempo, desde exigencias para eliminar becas de diversidad hasta intentos de intervenir en procesos de admisión, la presión recuerda a episodios históricos de investigaciones por lealtad.
El uso de definiciones ampliadas de antisemitismo y la intervención de agencias como el Departamento de Justicia y el Departamento de Comercio para perseguir disputas universitarias ha convertido la religión en una herramienta política que profundiza divisiones sociales y erosiona la credibilidad internacional de la educación superior estadounidense. Más allá del show político, lo que está en riesgo es la libertad académica, la innovación científica y la confianza pública en la justicia institucional.
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La política puede polarizar, pero la tecnología bien aplicada puede proteger la investigación, sostener la inclusión y ayudar a preservar los valores de equidad y meritocracia que deberían regir la enseñanza superior y la innovación científica.