Día 97: Cuando se cae el sistema operativoHoy mi cerebro decidió desconectarse sin aviso. No ese tipo de desconexión constructiva donde te alejas de las redes sociales para leer un libro, sino la que hace que incluso funciones básicas como comer se sientan imposibles. Llevo 97 días construyendo en público y algunos días la parte pública pesa más que la construcción misma.
Al despertarme supe de inmediato que algo no iba bien. Esa sensación de que el sistema operativo mental funciona al 15 por ciento: pensamientos lentos, todo requiere el triple de energía. Tenía un examen de OCaml para el que debía haberme preparado ayer, pero me quedé mirando conceptos de programación funcional mientras mi cabeza no lograba procesar nada en ningún lenguaje. Lo fallé por completo, no en plan intento fallido, sino en plan mi mente literalmente no podía entender lo que veía.
Lo más extraño de estos días no es que fallen las cosas grandes, sino que las pequeñas tareas se vuelven inalcanzables. Tenía hambre y no podía masticar. Había planes y no podía imaginar interactuar con nadie. Quería ser productivo y no lograba convertir pensamientos en acciones. Es como si la cola de prioridades se corrompiera y mantener funciones vitales bajara al final, mientras analizar todas las formas en que el día puede ir mal subiera a la cima.
Al llegar la tarde algo cambió. No porque de repente me sintiera bien, sino porque me cansé de quedarme atascado. Aceptar que hoy sería difícil fue la única frase que logró cortar el ruido. Puedes intentarlo o no, pero quedarse en la disfunción no ayuda a nadie. Preferí ser productivo hasta la autodestrucción antes que desconectarme por completo. No es sano, pero cuando el cuerpo se agota de hacer cosas, la rumiación disminuye lo suficiente para ser manejable.
Lo que complica estos choques mentales es la presión del tiempo. Me quedan tres años de universidad y siento la necesidad de construir algo significativo antes de graduarme. Cada día en que el cerebro decide fallar parece progreso perdido hacia una meta que ya suena imposible. Cuando tienes 18 años y equilibras estudios, proyectos y salud mental, cada día malo amplifica la presión. Es fácil sentir que no puedes permitirte momentos humanos porque la línea de tiempo no esperará a que te recuperes.
Lo que estoy aprendiendo es que la recuperación no es lineal y el progreso no es constante. A veces el cerebro necesita colapsar y reiniciarse. Pelear contra eso lo empeora, juzgarte lo empeora más. Aprendí también que aceptar un mal día puede ser una forma de autocompasión más que resignación. Admitir que hoy será duro es el primer paso para que mañana sea distinto.
Mañana lo intentaré de nuevo. Quizá mi cerebro coopere, quizá no. Los proyectos seguirán allí y la cuenta regresiva de la universidad seguirá su curso. Pero yo también seguiré aquí, resolviéndolo día a día. La alternativa no es opción real, por más que mi mente la plantee en estos episodios. Hay demasiado que quiero crear, demasiado que quiero entender y demasiados problemas por resolver. Pero primero voy a comer algo y tal vez dormir. Funciones básicas antes que optimización. A veces se construye y a veces se sobrevive. Ambos cuentan.
Un momento de verdad: si te reconoces en estos pensamientos y empiezas a pasar más días así, o si las ideas de rendición o muerte aparecen con frecuencia, habla con alguien. Un orientador, un amigo de confianza, cualquier persona. Muchas universidades ofrecen recursos de salud mental y están acostumbradas a apoyar a estudiantes abrumados. La presión de los plazos existe, pero no vale la pena destruirse por ella. No hay una fecha mágica en la que todo deba estar resuelto. Tienes tiempo, aunque no lo parezca. Cuida primero de ti; la construcción vendrá después.
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